Adentro, en las rajadas claridades
del remolino, el artista beckettiano
se agazapa, se curva, hecho un ovillo
de uranio, despidiendo toscos perfumes
de fenomenología. Sobre sus espaldas,
la tarde es un vaho de polimorfismo
perverso. El artista beckettiano
cierra los ojos para ver
la transparencia interior,
un dispositivo cómico que ha inventado
para contrarrestar el dolor de cabeza.
Circunda la escena
un teatro filosófico: alma, tiempo,
espacio, trascendencia, muescas
de sílabas. Samuel Beckett deja de escribir,
mete la mano en el remolino
y saca bolsas llenas de frías efigies
–monedas o máscaras de yeso.
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